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martes, 25 de junio de 2013

Perseguir un sueño - José Antonio Cotrina

Festejando mi post 100. En esta ocasión dejare un cuento que es uno de mis favoritos, escrito en 1998 después de un sueño de José Antonio, se despertó y se puso a escribir el pequeño cuento (un poco menos de 1000 palabras), curiosamente le comentó un amigo que este cuento tenía una cadencia oral maravillosa y aunque esa no fue su intención, platica que cuando pensó en el cuento. lo pensó para contarlo precisamente, no para leerlo.
Yo se los he contado a mis sobrinas ya que es de los pocos que me se de memoria, una verdadera joya.

Le escribí al autor para obtener su permiso para colgar aquí la historia, pero no he obtenido respuesta, si el me pide que lo retire lo haré. Por el momento solo dejo la historia de Perseguir un sueño y posteriormente (espero no tardarme), subiré una entrada del autor y su obra, que es la mar de interesante. Las imágenes que ilustran la entrada no pertenecen al cuento. No acostumbro calificar las lecturas que hago, pero si la recomiendo, y para disfrutarla mejor, léanla en voz alta... Yo lo hice.

Perseguir un sueño

 Cuentan los que cuentan cuentos que hace más que mucho tiempo hubo, a este lado de los sueños, un príncipe encantado llamado Sarleff el errante. Fue Korockandell, el brujo negro, quien sin motivo –pues los seres realmente malvados no necesitan motivos para hacer el mal– se presentó en la corte donde el noble príncipe Sarleff aprendía el difícil arte de ser soberano. Allí, el hechicero enarboló su cayado de madera oscura y maldijo al príncipe por el mero placer de hacerlo: le condenó a no dejar de vagar nunca por el mundo hasta que encontrara a su verdadero y único amor, prohibiéndole detenerse más de un día en un mismo lugar y dormir dos veces bajo un mismo techo; Sarleff no debía parar en su búsqueda hasta que encontrara a la única mujer del mundo que estaba destina a él como él estaba destinado a ella, pues el amor de los hombres, como el camino de las estrellas, está escrito en los cielos.

Y el príncipe ensilló su mejor caballo, vistió sus mejores galas y se puso en marcha pensando: “Extraña maldición es ésta que me condena a buscar la mejor recompensa que anhelar pudiera”.

Pero la maldad del mago oscuro era mucho más retorcida de lo que nadie podría pensar. Leyendo las marcas en el cielo encontró a la mujer que estaba predestinada a ser el único amor del príncipe. Se llamaba Aura y su belleza y su porte solo rivalizaban con su fuerza e inteligencia. Y sin ningún motivo –por lo que ya he señalado antes– maldijo también a la mujer a vagar por la Tierra hasta que encontrara a su único y verdadero amor –que era, claro está, el príncipe Sarleff–, y de tal forma lanzó su maldición que, pasará lo que pasará, siempre iba a separar una jornada de viaje a ambos amantes, de tal forma lo hizo que ella siempre estaría a su espalda y él siempre delante, buscando Aura un día después de donde Sarleff buscara, persiguiéndose sin nunca encontrarse porque ese era el verdadero carácter de la maldición de Korockandell, porque ese era el verdadero alcance de su maldad.

Durante cincuenta años se buscaron por las tierras de los sueños. Atravesaron uno en pos del otro todos los caminos –y son muchos– que llenan los mundos –que son más–, atravesaron lugares que no aparecían en ningún mapa y descubrieron mapas de lugares que no existían. Bajaron y subieron cientos de montañas y vadearon todos los ríos que encontraron en su camino. Y siempre se mantenía constante la distancia que los separaba, siempre un día de distancia entre Aura y Sarleff, el errante. No importaba lo que el uno avanzara pues la otra avanzaba lo mismo tras él. Llegaron hasta el confín del mundo y hasta el confín de los confines. Durante cincuenta años busco Sarleff el errante sin saber que el objetivo de su búsqueda iba tras él. Vivieron más aventuras que las que mil libros podrían narrar y, aunque siempre salieron triunfantes, el no encontrarse les desesperaba y enloquecía. Durante cincuenta años recorrieron tierras de ensueño y pesadilla, durante cincuenta años, con la única fuerza y guía de su amor, se buscaron inútilmente para regocijo de Korockandell que, desde su negra guarida, contemplaba, de cuando en cuando, los frutos de su maldad.

Y finalmente no fue Aura quien dio con Sarleff sino otra dama mucho más pálida y escuálida; la vieja muerte le dio alcance en un cruce de caminos y le hizo detenerse pues había venido a llevarse su alma. El anciano príncipe errante la vio acercarse y, conteniendo un suspiro, descabalgó de su caballo. La parca, antes de hundirle el filo de su guadaña en la luz de plata que era el alma del príncipe, le preguntó:


–      ¿Haz cumplido tus objetivos?
–    Perseguí el amor durante toda mi vida y no lo supe o no lo pude hallar. No, no he cumplido mi objetivo pero muero feliz porque estoy seguro que hay vidas peores que perseguir un sueño.
         Las hay – replicó la muerte. Y se lo llevó.

Y Aura por fin encontró a su amado. Le halló muerto en la encrucijada y, aunque nunca lo había visto, supo, con la misma certeza con que pisaba su sombra, que ese anciano muerto era el que tanto había buscado. Fue tal la impresión de hallarlo que su corazón dio un vuelco y sucumbió; sintiendo como la vida se le iba escapando con cada latido de su corazón. Tuvo fuerzas aún para arrastrarse hasta el cadáver de Sarleff y tomarle entre sus brazos, mecerlo como a un niño y depositar un suave beso sobre la pálida frente.


Fue entonces cuando Aura sintió unos pasos a su espalda y girándose, convencida de que era la muerte la que se aproximaba, se encontró con la maléfica silueta de Korockandell que, con los brazos cruzados, los observaba.

–      Vengo a contemplar mi triunfo – explicó llanamente el mago.
Aura le respondió con una alegre carcajada.
–     ¿Tu triunfo, débil y patética criatura? ¿Qué triunfo vienes a contemplar aquí si no es el nuestro? ¿Qué amor en este u otro mundo podrá soñar nunca en superarnos, corazón negro, a nosotros que, sin habernos conocido, nos hemos perseguido y amado hasta la misma muerte? ¿Dónde está tu victoria, engendro?

Y Aura murió abrazada al cuerpo de su amado, con la sonrisa de la victoria llenando de juventud y fuerza su ajado rostro.

Y Korockandell el oscuro sin arrepentirse de nada –pues los verdaderamente malvados no tienen conciencia y aunque quisieran arrepentirse no pueden– sonrió y, dando una palmada, desapareció.

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